Detrás de todo este espectáculo de palabras, tiembla indeciblemente la esperanza de que me leas,
de que no haya muerto del todo en tu memoria...

noviembre 21, 2012

Allá en Patricios y Quinquela

Me acaba de golpear la melancolía. Lejanos pero presentes recuerdos. Un lugar. Una casa. Ésta que alberga, aún hoy, tantas memorias. Tanta gente. Tantos momentos. 
Y cómo extraño esos mediodías en los que, al volver del colegio, ella me cocinaba, donde aprendí a hacer mis “famosos fideos”. Cuando yo, cual loca, entraba gritando desaforada para saludar a las gatas. Es increíble el cariño que siento por esos animales, son insoportablemente hermosas. Y comíamos, y mirábamos tele, escuchábamos música, nos peleábamos para no lavar los platos, inclusive en ocasiones paseábamos por el barrio de Barracas y La Boca. Siempre terminábamos siendo más de dos, siempre a alguien encontrábamos o simplemente aparecían tocando el timbre. Siempre conocía a alguna persona nueva. Cuántos y qué amigos. Las paredes de esa casa atesoran muchos rostros felices. 
Y cómo olvidar esas tardes, en las que me encargaba de hacer café, la leche y tostadas para todos. Algunas tardes de sol, otras de lluvia o frío. Pero infaltable ese café y la manteca con azúcar para el pan. Sentados en el patio o bajo el techo del quincho, compartiendo cigarrillos y risas. Odiaba cuando el reloj tocaba las 6, pues debía irme, y daba mil vueltas hasta que tomaba el colectivo casi en la puerta. Aún sabiendo que al día siguiente allí estaría. 
Y llegaba el viernes, me podía quedar a dormir. Siempre terminaba convenciéndola de hacer una “fiesta”, y todos se quedaban. Qué noches. Cuántas parejas llenando de amor los cuartos. Cuántos besos furtivos. Y en cada recoveco nos escondíamos. Escuchábamos música y tomábamos alcohol, casi como si no existiera un mañana. Siempre me terminaban “cagando a pedos” porque, ebria, gritaba fuerte y reía a carcajadas. Cómo me divertía. Tantas charlas, risas, secretos, historias, anécdotas… Si las paredes de esa casa hablaran. Luego de ver el amanecer, me arrastraba a la cama con la poca energía que me quedaba. Horas después, me despertaba con las gatas sentadas encima, maullando, quitándome el aliento, sin ganas de irme, con un poco de resaca. 
Y aquellos sábados en los que podía quedarme, tras la tertulia de la noche anterior, me levantaba exclusivamente para preparar el desayuno. Para luego pasear bajo el sol de la mañana, olvidándome de todos los problemas y obligaciones, pasando el rato con mi mejor amiga. Ésas sí eran buenas épocas, y cómo las extraño. Esa casa nos mantenía unidos. Era nuestro punto de encuentro y reunión. Era el lugar ideal para despojar nuestros miedos y olvidar nuestras preocupaciones. Sólo estaba permitido una cosa: Ser felices.
Esto siento, más o menos, y por esto mismo muero.