Detrás de todo este espectáculo de palabras, tiembla indeciblemente la esperanza de que me leas,
de que no haya muerto del todo en tu memoria...

mayo 31, 2016

Bajo el sol de Toscana

Era un domingo a la tarde y las campanas tañían. El sol iluminaba la mitad de las calles ascendentes que llevaban al baile. Los adoquines parecían brillar y, los geranios en flor que adornaban cada farola, se reflejaban en ellos. Las calles se vistieron de fiesta, pues la gran noticia resonaba en todo el pueblo de Pienza: ¡La joven Lidia se había casado! Subiendo la colina más alta, pasando los viñedos de Brunello, estaba la capilla medieval donde Silvio se había perdido el “Sì, accetto” de los enamorados. Un kilómetro al Este, en un caserón de campo, un exuberante banquete esperaba a todos los invitados. Para cuando finalmente llegó, ya habían comenzado los bailes. Las damas de honor, al compás del acordeón, entretenían a los solteros con sus sálticos. Una de ellas bailaba levantando su pollera con los dedos y que, al ver a Silvio allí, abandonó el baile e inmediatamente corrió en busca de Lidia. Al breve rato, la dama volvió para susurrar en su oído que lo estaban esperando en el salón principal. 

Allí estaba ella, morena y frágil, nombrada así por su reconocida abuela Lidia Lucca, dueña de uno de los viñedos más importantes de la Toscana. Él, alto y pálido, vistiendo un raído traje de lino, se sonrió con complicidad al ver a la mujer tan hermosa como entonces. Permanecieron en silencio unos eternos minutos, mirándose a los ojos, y escuchando sus corazones galopar.“Mi congratulo con te”, suspiró Silvio, que sin más, besó en los labios a la pequeña Lidia sabiendo que ésa habría de ser la última vez. De pronto, se produjo un tumulto en el salón, pues no tardó en correrse el rumor de su presencia. Este contemporáneo Romeo, desahuciado, le dio la mano al novio diciéndole que había ganado, que la cuidara, pero que, pase lo que pase, él nunca dejaría de amarla y ahí estaría si algo le sucediese. De repente, todos los invitados, quienes balbuceaban entre ellos y al mismo tiempo lo insultaban, quedaron enmudecidos, respetando a este pobre servidor. Silvio echó un vistazo a la novia vestida de marfil (y quizá tan frío como éste) imaginando un futuro mejor, a la expectativa de oír su voz, de un gesto, de algo que lo hiciera quedarse. Éste era, sin dudas, su adiós. 

Hubo un tiempo en que dos almas se amaron como si nada más en el mundo existiera, en el que se sentían eternos e invulnerables. Un amor tan puro como el oro de Arezzo, y tan necio como el mismo Sísifo. Lidia y Silvio se llevaban muchos años de edad, él rondaba más o menos los cincuenta, y ella debía tener veinticuatro primaveras. Venían de familias completamente distintas: Ella, bisnieta de los grandes productores de vino; él, no conoció a su madre y su padre mero campesino que trabajaba las tierras de la familia de Lidia. De adulto, Silvio vivió muchos años en Firenze y se recibió como profesor de Literatura en la Accademia Italiana. Fue entonces que regresó a su ciudad natal, donde conoció a la joven en una clase sobre el desarrollo del Renacimiento. Fue amor a primera vista, es que ¿acaso existen otros? La intrépida Lidia no tardó en invitarlo a tomar una copa de Sangiovese; y así iniciaron sus encuentros furtivos, y la ciudad se detuvo. Apenas un año pudieron ocultar su relación, hasta que los padres de Lidia encontraron las mil cartas con versos de Dante bajo su cama. Les prohibieron volver a verse y, tras la gran influencia económica que éstos poseían, Silvio fue obligado a abandonar Pienza. Pasaron tres largos años, cada uno siguió con su vida, hasta que se corrió la voz del casamiento de dos importantes primogénitos de la viticultura. Sólo entonces Silvio volvió para despedirse del amor de su vida, verla a los ojos una última vez, y que durara, que fuera más que el tiempo. 

Pese a su repentina aparición y a su dulce beso, que hicieron vacilar a la indubitable Lidia e inundaron su mente de bellos recuerdos, ella entendió que sólo fueron un breve destello de luz. Y, aunque una parte de ella quería huir con Silvio, tal y como alguna vez se lo habían prometido, otra (más fuerte) prefirió la vida de comodidad que ahora tenía. Silvio, entonces, ante su inmóvil amada, se dirigió a ella como la “Gloriosa dama de mis pensamientos”, la Beatriz de este Dante, la Julieta de este Romeo, la Daisy de este Gatsby, y se despidió cordialmente con un simple “amerò sempre”. Y más viejo y más cansado, dio media vuelta y se fue con el sol del ocaso, porque el tiempo les cambió la cara, y hasta el alma.

mayo 19, 2016

Un cuento de Navidad

Todo empezó la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de Diciembre. Navidad. Sobre la mesa, todavía quedan restos de la insólita fiesta: Botellas vacías, ceniceros sucios, restos del pan dulce de la abuela y, por supuesto, bajo el arbolito, los regalos con sus debidos envoltorios y tarjetas. Aquellos regalos, que pacientes allí me esperaban, fueron los que, sumado a una gran duda clavada en mis sienes, no me dejaron conciliar el sueño. Por ello, a hurtadillas, me escabullí de mi habitación y me dirigí directo al comedor apenas mis padres se durmieron. Sin embargo, algo familiar llamó mi atención. Los miraba pero una fuerza interior (o el miedo) no me dejaba abrir los regalos. Me quedé sentado sobre la alfombra un largo rato observándolos. Pensativo. 

Mamá le había pedido a mi hermana mayor que la acompañara a hacer unas compras, y yo, entrometido, insistí para ir con ellas. Quizá me pareció divertido ir a la papelera del Centro, aunque no entendía por qué irían a comprar papeles de colores a tan pocas horas de llegar los invitados. Para cuando volvimos a casa, las tías ya estaban en la puerta cargadas de bolsas y bandejas con comida. En seguida, mi hermana y yo ayudamos a los mayores con los preparativos: Colocar los manteles, poner los platos y cubiertos, y preparar los aperitivos mientras papá se ocupaba del pavo. Llegaron los primos y, como siempre, nos fuimos corriendo al fondo a jugar, dejando de lado mis quehaceres. Estábamos demasiado entretenidos como para darnos cuenta que la abuela ya había llegado y nos había manchado las mejillas con su labial. 

Jugamos y jugamos. Ahora, le tocaba a Ignacio contar y a los demás escondernos. Cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve... Escuchaba desde abajo de la cama de la habitación principal. Entonces dieron las 8, mamá llamó a todos a cenar y, al salir de mi escondite, encuentro allí montones de bolsas y paquetes. Cerca de agarrar el más grande, entra Valentina para decirme que la comida estaba servida y todos me estaban esperando. Le pregunté a mi hermana extrañado y ella simplemente contestó: “Son las cosas de la familia, no seas chusma”. Transcurrió la cena normalmente, como cada Navidad. Las mismas comidas, los mismos vinos, las mismas personas, el mismo CD Navideño sonando de fondo, y la misma decoración de la casa... Quien no era el mismo, era yo. Aquél descubrimiento había plantado en mi cabeza una duda. De todas formas, la noche y la celebración continuaron su curso y, yo, sin mencionar palabra alguna, sientiéndome hasta ofendido. Sin embargo, no fue sino hasta las 12 que mi pequeño castillo de ilusión parecía haberse derrumbado.

Pocas veces Papá Noel nos honraba con su presencia a la hora del brindis pero, cuando venía personalmente a entregarnos los regalos, mis primos y yo nos volvíamos locos de felicidad. Usualmente, él venía por la noche, una vez finalizada la fiesta, para depositarlos bajo el arbolito y así abrirlos por la mañana. Tendría que escuchar a mamá cuando me dice “¡Golpeá la puerta antes de entrar, Matías!” porque, esta vez, lo encontré en el baño del primer piso. Papá Noel me miró con sorpresa y rápidamente me hizo un gesto con la mano para que guardara el secreto. Estaba petrificado, casi no respiraba del susto. Entonces cerró la puerta y la trabó. Corrí donde mis padres y les conté lo sucedido, a lo cual respondieron -casi al unísono- que seguramente Papá Noel estaba atrasado con el reparto y quiso dejar los regalos antes, pero, como soy muy curioso, me crucé por su camino. Me parece que no seguí discutiendo o preguntando porque realmente quería creerles, tenía miedo que mi suponer fuese certero, que aquella puntiaguda nariz que asomaba entre los blancos bigotes fuera la de mi tío Paco, así que me fui a jugar nuevamente. Alrededor de las 2 de la mañana, cuando todos comenzaron a irse, mis padres me mandaron a mi habitación a dormir puesto que mis primitos, quienes iban a pasar la noche en casa, estaban ya todos dormidos. 

Y aquí me encuentro, horas después, sentado bajo el arbolito, habiendo reconocido los papeles que compró mamá para envolver los regalos, y repasando en mi cabeza lo sucedido el día anterior. “¿Papá Noel no existe, verdad?” Me decía a mí mismo. “Siempre fueron papá, mamá, la abuela, los tíos... Que preparan los regalos, los esconden y nos los dan disfrazados del gordo de rojo”. Por un momento me sentí traicionado, ultrajado. Luego, recordé las clases de catequesis en mi antiguo colegio y la explicación que nos dio el profesor sobre qué es la Navidad. Para ser honesto, no creo en ningún Dios, no desde que el abuelito falleció. Y ahora, también, me arrebataron la creencia en Papá Noel. “¡Qué tonto! Claro... Cómo un hombre va a entregar regalos a cada persona del mundo en una noche. ¡Bah!”. Y así saltaba de un tema a otro intentando encontrar una respuesta. Confortarme. Quien me viera, pensaría que estoy loco... Debo admitir que lloré un poco, sólo para después darme cuenta que, en realidad, este mero narrador no era más un ingenuo niño, sino que éste había descubierto el verdadero significado de aquella celebración: El amor de una familia. Ya no importaban los regalos o el gran banquete, sino el hecho de estar juntos. Ni la religión, ni el pesebre o el árbol bellamente adornado, sino compartir un grato momento con aquéllos que amamos. Y el esfuerzo que hacen los adultos por mantener viva la ilusión de los niños. Por ello, cuando todos despertaron y me encontraron dormido en el suelo del comedor, abracé a mis padres y a Valentina, les dije que los quería, y que ya sabía la verdad. Agarré los regalos y los repartí entre mis primos, luego a mi hermana y a mis padres, con mucha alegría. Por último, abrí el mío, adornado con mis colores favoritos, y fingí sorpresa, puesto que ahora yo también sería el encargado de sacarles sonrisas a los más jóvenes de la familia con esta maravillosa costumbre.
Esto siento, más o menos, y por esto mismo muero.